El oficio de la tierra


Hace tan sólo unos días, el último del mes de octubre, nació en Filipinas Danica Camacho, una bebé igual a cualquier otro, igual a los más de 50 que nacen en la India cada minuto, igual a usted y a mí hace unos años: desvalidos, frágiles y hambrientos. Sin embargo, Danica es mundialmente famosa y lo único que hizo fue nacer.

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Por Agustín Patiño Orozco

Aun cuando pueda parecer poco meritorio, la bebé filipina es famosa porque la ONU la certificó el día de su nacimiento como el ser humano número 7.000 millones. La cifra resulta increíble si se considera que en 1804 éramos sólo 1.000 millones y que en 1999 la ONU contó en Bosnia Herzegovina al ser humano 6.000 millones, es decir, en la Tierra hay mil millones de personas más que hace doce años.

El crecimiento demográfico nos alerta sobre la importancia de pensar en el equilibrio del Planeta mismo, pues somos un mar humano que está devorando sin compasión todos los recursos naturales.

Esto es aún más preocupante si se sabe que el mayor crecimiento de población se ha concentrado en los países más pobres, lo que dificulta la erradicación de la pobreza, y que un 48% de la población mundial vive con menos de dos dólares al día.

Así pues, somos muchos y repartimos mal lo que tenemos. El principal problema parece ser alimentario. Según cifras de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2007 había 923 millones de personas con hambre crónica en el mundo, cifra que se concentraba en Asia y el África subsahariana.

Sin embargo no hay que ir muy lejos. En Colombia, según la Unicef, mueren 5 mil niños al año por causas relacionadas con la desnutrición.

Todo esto parece ser una tragedia inevitable, propia de un país con graves problemas de desigualdad, pobreza y hambre que pueden rastrearse hasta las mismas raíces del conflicto. El reparto desigual de la tierra y una ruralidad olvidada por las élites políticas son hoy los mismos obstáculos que enfrentan Colombia y el mundo entero frente al problema de la alimentación.

Frente a un oscuro panorama, las oportunidades para nuestro país son inimaginables. Una posición geoespacial en el corazón del trópico, la variedad de pisos térmicos y climas, la abundancia de recursos hídricos y la fertilidad de los suelos hacen de Colombia una potencial despensa alimentaria de la humanidad.

Según la FAO, las necesidades alimentarias podrían incrementarse en un 70% para el año 2050. Si esta demanda no es suplida de una forma sostenible y equitativa, no se puede esperar más que conflictos, como en nuestros días. Frente a esto, nuestro país, que tiene la potencialidad de una producción agrícola privilegiada en el mundo, no puede dudar la conveniencia de plantear una política agraria de largo alcance.

A principios de octubre, el congreso de los Estados Unidos ratificó el Tratado de Libre Comercio (TLC) con Colombia. El sector agrario se verá profundamente afectado, aunque de manera desigual: por ejemplo, las frutas y hortalizas se beneficiarán, mientras que los cereales sufrirán una fuerte competencia.

Estos y otros efectos complejos del TLC con Estados Unidos son sin duda alguna de gran importancia en una política agraria de largo aliento en nuestro país. Sin embargo, pensar en un modelo de económico basado en la producción alimentaria no suena tan descabellado después de todo. Aún más, sugiere la resolución del problema estructural del conflicto colombiano: una ruralidad olvidada y hasta despreciadapor la sociedad, y sobre todo por un Estado que la dejó a merced de grupos armados ilegales y el narcotráfico.

El agro colombiano podría generar miles de empleos formales y una retribución inmensa en términos sociales para el país y para el mundo. Puede sonar exagerado, pero el país necesita con urgencia pensar en el asunto de la tierra, con miras a una comunidad global sostenible y sin hambre. Rescatar el oficio de la tierra, uno digno y reconocido por todos como fundamental, es indispensable en los días en que los seres humanos alcanzamos los 7.000 millones.

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