Un día helado

Elogio a una mujer que trabaja como madre, hija y esposa… ¡Ah, sí! Y que es dueña de una heladería.



Por Andrés Amariles Villegas

Todos duermen. En esta casa, tal vez en todo el barrio, por el silencio y la soledad que dominan las calles da la impresión de que lo mismo sucede en todas partes. Faltan quince segundos para las cuatro de la mañana y por lo menos en esta casa nadie se ha levantado. Ahora faltan diez y en la habitación del último piso alguien intenta dar un ronquido ¡Demasiado tarde! Son las cuatro, el teléfono, el celular y el reloj de pared interrumpen la ausencia de ruido.

Gloria se sienta despacio, bostezando, sin abrir aún los ojos. Han pasado unos segundos ya, el teléfono se queda mudo. Gloria se levanta y sin necesidad de mirar, agarra el celular. Oprime un botón, todavía no hay silencio. El reloj de pared es el último, siempre lo es.

La somnolienta mujer, casi sonámbula, se sienta en la cama. Ha pasado un minuto, hay silencio otra vez.

Gloria se pone de pie, coge un “chulo”, se hace una cola en el pelo, camina hacia la pared y prende la luz. Afuera, por más que mienta el reloj, sigue siendo de noche. El sol no ha salido, hay oscuridad, no se escuchan ruidos. Adentro Gloria abre los ojos, la luz del bombillo le cae en el rostro, la despierta. Wilson, su esposo, está durmiendo. No escuchó los ruidos del despertador (de ninguno de ellos), no se despertó con la luz, sigue concentrado en alguno de sus sueños.

La mujer se sienta a sus pies, lo toca y con una voz dormida y lenta le dice: “Mijo”.
Wilson abre los ojos, rápidamente se sienta, bosteza y mueve la cabeza. Se inclina hacia ella, la besa en la mejilla, se para y entra al baño que está en su pieza. Ha empezado un nuevo día.

Gloria Villegas tiene 39 años, la piel blanca, más en las piernas que en cualquier otra parte del cuerpo, el pelo castaño y los ojos cafés claros. Wilson, de Jesús tiene 43, piel trigueña, poco cabello, ojos verdes pero pequeños, siempre medio abiertos (o medio cerrados), pero más cuando tiene sueño.

Wilson es vigilante o guarda de seguridad, como dice él. A veces trabaja de día, a veces de noche y a veces, sólo a veces, cuando está de buenas, descansa.
Hoy, miércoles 2 de noviembre del 2011, trabaja de día.

Gloria es ama de casa madre de dos hijos, hija de Inés Jaramillo y dueña de una heladería. No comienza a trabajar tan temprano como su esposo pero se levanta siempre con él. “No es obligación levantarme a esta hora pero me gusta hacerlo por él”, dice ella mientras baja a hacer el desayuno.

Son las cuatro y media de la mañana, Wilson no ha bajado a desayunar. “Se me demora más que una vieja”, reniega Gloria, entre dientes, mientras sube las escalas porque a esa hora no puede gritar. “¡Qué pena con los vecinos, uno haciendo escándalo a esta hora!”, dice Gloria.

La casa es de tres pisos. En el primero, donde deberían estar la sala y el comedor, hay un espacio dividido por una reja. En el sector que da hacia la puerta de la calle hay dos mesas colocadas una sobre otra en un rincón y doce sillas organizadas en columnas de a cuatro en el resto de espacio.

Al otro lado de la reja, más cerca de la cocina, hay dos congeladores grandes y una nevera. Al lado izquierdo, debajo de las escalas que hay para subir al segundo piso, hay un estrecho espacio con un “pollo” y una especie de lavadero (o lavamanos, depende de para qué se use). Más al fondo, lejos de la reja, está la cocina dividida por la zona de los congeladores con una puerta de esas “estilo vaquero”, como las llama Gloria.

En el segundo piso hay dos habitaciones y un baño, en el terceo está la habitación matrimonial. Son las cinco de la mañana y Wilson acaba de salir. Gloria sube a su habitación, tiende la cama, mira el reloj, sonríe, se acuesta de nuevo sobre la cama tendida y vuelve a dormir.

Son las nueve de la mañana. Suena el teléfono, esta vez no es el despertador. Gloria se levanta asustada, contesta, saluda, conversa. “Amá, entonces, ¿segura que no quiere que le ayude?”, le dice Gloria a quién quiera que sea que la escuche al otro lado de la línea. “Bueno amasita, bueno amá, bueno.” Cuelga.

“Mamá es muy terca. Se mantiene bien enferma últimamente y pone bastante trabajo para que le pidamos una cita”, cuenta Gloria mientras, de forma rápida, casi automática, comienza a barrer la casa.

“Mamá vive con Fanny, mi hermana y Manuela, la hija de Fanny. Pero Fanny trabaja y ella se mantiene prácticamente sola. Yo, a pesar de que también trabajo, soy la única que puede ver por ella y lo hago con mucho gusto”. Se queda unos segundos pensando, como si estuviera repasando lo que acaba de decir. “Y así lo voy a hacer hasta que mamá llegue al último día”, concluye.

Otro reloj de pared ubicado en la cocina dice que son ya las diez y media de la mañana. Gloria abre la puerta de la calle y comienza a sacar uno de las mesas. Mira al cielo y frunce el ceño. “Va a llover”, predice resignada, “un día helado para los helados”, repite a modo de charla.

Media hora después sigue sin caer una gota de agua. Gloria está haciendo el almuerzo, tiene puesto un delantal azul y una gorra negra. De repente se escuchan unas carcajadas al otro lado de la reja. “¡Buenas!”, grita una voz chillona y burlona. “¡Los estudiantes!”, advierte la mujer y sale presurosa a atender.

El negocio de Gloria, que no tiene ni ha tenido nombre nunca, existe hace cuatro años. Está ubicado en Pradito, un barrio de San Antonio de Prado, y está abierto siempre, de domingo a domingo de diez y media u once de la mañana a nueve de la noche, aunque, como dice Gloria, “los fines de semana, si no ha llovido y el día está bueno se deja abierto hasta mucho más tarde”.

“El negocio no siempre ha sido así”, cuenta Gloria tras las rejas mientras limpia el congelador.

“Al principio mi esposo y yo decidimos ponerlo abajo, en el mall de Pradito. Antes de que Prado estuviera tan peligroso, ese era un lugar muy movido y pensamos que allá nos iba a ir bien. Hicimos un préstamo, compramos todo lo que necesitábamos y lo pusimos. Hace mucho tiempo que queríamos hacerlo pero nos daba miedo, meternos en una deuda y no tener con qué responder. Pero yo lo convencí y lo hicimos. Llevábamos más de 18 años viviendo con un mínimo”.

“Ahora miro hacia atrás y no sé ni cómo hicimos. Pagar la casa, mantener los muchachos y mantenernos nosotros, hasta maromas hicimos. El primer mes el negocio fue muy malo, pésimo, no iba casi nadie, no vendíamos. Además, era época de invierno y como era un local alquilado no sabíamos qué hacer”.

“Para no desesperarme y ponerme a pensar, me puse a leer. Antes no leía, me daba pereza, ¡de lo que me estaba perdiendo! El caso es que empecé a leer allá y en una semana me leí Cien años de soledad. Fue tal vez lo único bueno que me dejó ese mes”.

“Pero luego, un Miércoles Santo, cayó un aguacero impresionante. Afortunadamente estaba allá mi esposo. Cerramos la puerta para que el agua no se entrara y esperamos. Luego comenzó a sonar muy feo, no sabíamos qué era, abrimos la reja y se entró el agua. Por un lado, por el otro, agua por todas partes. Nos inundamos, el agua nos llegaba al pecho literalmente. Los congeladores flotaban, la nevera nadaba. Yo llamé a los bomberos y luego intentamos salir, no éramos capaces, el agua nos arrastraba. Luego algunos vecinos nos tiraron un lazo, logramos, salir, sobrevivimos.”

Una señora entra con un niño y una anciana, saluda a Gloria con efusividad y pide tres bananas. Gloria prepara los helados con rapidez, casi con la misma agilidad con la que antes había comenzado a barrer.

“Entonces, como el local se inundó, nos podíamos ir sin ningún problema de allí”, continúa Gloria la historia mientras se sienta en una silla de plástico que hay en la cocina y comienza a doblar servilletas. “Decidimos ponerlo en la casa, sólo por probar, aunque no teníamos mucha fe. Ese Domingo Santo vendimos el doble de lo que habíamos vendido en todo el mes en el otro local. Y así el negocio fue creciendo.

Antes tenía un solo congelador, no tenía tantas mesas, no había puesto esta reja, pero fuimos afortunados y pudimos crecer. Ahora el espacio es mucho mejor, tengo dos trabajadoras, dos congeladores más grandes y lo que más feliz me pone es que si esto sigue así en unos añitos, ojalá pocos, Wilson no va a tener que trabajar más. Él merece descansar, él más que nadie se lo merece”. Gloria termina de hablar y se le quiebra la voz.

Son más de la tres de la tarde. Unas gotas de lluvia se comienzan a escuchar potentes en las tejas del patio que queda atrás de la cocina. “Se dañó el día”, le dice Adriana a Gloria, mientras ambas pican fruta. Gloria asiente con la cabeza.

Adriana Ramírez trabaja para Gloria hace un año, tiene 29 años, es de piel trigueña, pecosa y a comparación de Gloria, pequeña. Tiene tres hijos y su esposo, que se llama William es vigilante o guarda de seguridad, como también le gusta que le digan.

Adriana y Gloria se mueven rápidamente y sin chocarse en la cocina pican frutas, rayan queso, llenan salsas, conversan y se ríen. Adriana tiene una sonrisa inborrable mientras que Gloria tiene siempre los ojos vidriosos, húmedos, como si estuviera a punto de llorar o como si ya hubiera llorado tanto en el pasado que, por costumbre, sus ojos están así.

“Tengo dos trabajadoras, Adriana y Alejandra. Aleja tiene 20 años y estudia en la universidad pero me gusta poner más tiempo a Adriana. Ella tiene tres hijos, su esposo es vigilante, están pagando la casa. Nadie la podría comprender mejor que yo”, dice Gloria mientras empaca la fruta picada en una de las neveras.

Ha vuelto a oscurecer. “A pesar del frío se vendió bien”, dice Gloria a modo de conclusión. Adriana se despide y pregunta si puede bajar mañana, Gloria mira el cielo, como si desde ya pudiera hacer una predicción y asiente con la cabeza.

Wilson llega de trabajar, mira el reloj, son las siete y media. “¿Me ayuda a entrar las cosas?”, le pregunta Gloria con una sonrisa en la cara. Ambos salen, se miran y sonríen. “Mijo, mañana que usted descansa me acompaña a…” “Nada”, le interrumpe Wilson desviando la mirada: “Me pusieron a trabajar”.

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